domingo, 23 de noviembre de 2008

La Pintá, episodio II

Burlóse Noemí del negrero, aunque veladamente, al notar que luego de haberse holgado con su esclava toda la noche, no la reconociera a la mañana siguiente. Argumentaba el hombre que la noche era oscura y muy lánguida la luz del candelero, pero la verdad era que su torpe urgencia fue la causa de la distracción. Lo único de lo que pudo dar razón el hombre fue de su permanente aroma a canela. Al preguntarle la causa a Anaìs, afirmó que su tutora le había indicado masticar siempre trocitos de canela en rama cuando estuviera cerca de un hombre.

Quedó impresionado por la belleza física de la muchacha. Por la tersura de su piel y por su tono, semejante al de la canela; por la delicadeza de su semblante, por la vivacidad de sus ojos, que entendieron pronto de las debilidades masculinas y lo dejaban translucir con desfachatez. Pero sobre todo, su instinto se sofocó al fuego de sus imponentes caderas, que adquirían proporción armoniosa por su alta estatura y el volumen del pecho, que sin ser abundante, era grato a la vista. Noemí advirtió de inmediato que la posición en que había quedado era demasiado endeble, y para su coleto, se juró dar pronto remedio al asunto del modo que mejor ajustase a sus intereses. Sin embargo el negrero, a pesar del celo de su concubina y aunque estaba consciente de tal hecho, procuraba constantemente la compañía de Anaìs ante la paciente mirada de Noemí, que toleraba en silencio su desfachatez.

La primera decisión que Alcibíades tomó fue apartar a la esclava del comercio carnal, algo sin duda comprensible, dada la necesidad de prevenir que se contagie de algún mal, aunque otras eran las razones de fondo. Luego escribió a un español que vivía en Lima, mencionándole que por fin pudo encontrar la esclava que tanto tiempo había esperado y pidió una cifra enorme, anticipando que sólo al verla entendería la razón del precio y que además era virgen. Finalmente envió a Noemí a recoger de una isla cercana a Panamá, llamada Taboga, varios fardos con alfombras persas que su ‘amigo’ judío le había dejado como parte del pago por su deuda, antes de fallecer accidentalmente al caer del muelle, la misma noche en que Alcibíades había ajustado cuentas con él. Mientras tanto el negrero se dedicó a tiempo completo a su esclava, día y noche, por cuatro semanas. Al finalizar el mes y notar que no regresaba Noemí, sospechó que había sido traicionado. Se embarcó hacia San Pedro de Taboga en cuanto pudo pero al llegar, supo que ella había subido el cargamento en una Nao con rumbo a Cartagena. Abrigó esperanzas de que su afán por complacerlo le hubiera inspirado a comerciar ella misma los géneros. Al arribar supo que allí vendió bien sus mercancías y luego perdió su rastro para siempre. Nunca la volvió a ver. Ese fue el primer tributo que debió pagar por disfrutar de Anaìs.




A bordo de la nao Sanctísima Concepción.

Dos semanas más tarde embarcó a su esclava junto con un grupo de senegaleses que consiguió pocos días antes, en la nao Sanctísima Concepción. Pero la llevó a un camarote (ésta era una de las pocas embarcaciones de ese tipo con alojamiento tan lujoso) del que no le permitía salir para nada. Allí pasaban ambos casi todo el tiempo. Algunas noches, cuando Alcibíades dormía, exhausto de amores, salía Anaìs a tomar el aire.

Viajaba a bordo desde hace años un muchacho en la Sanctísima Concepción. Algunos conjeturaban diciendo que era hijo del capitán, pero en realidad, simplemente llegó un día, siendo casi un niño, y pidió que le dejaran subir a bordo. El maestre aceptó por caridad cristiana o quién sabe por qué, embarcarlo como grumete. Era ciego y nadie recordaba su nombre. Sólo le llamaban Pinzón, por su ceguera y su afición al canto. Era mozo de buena complexión, de buen ver, atento y generoso, por lo que se le apreciaba a bordo. Sus ojos, de un azul intenso, mostraban sin embargo la terrible oscuridad que en ellos habitaba.

Pocos días después de iniciado el viaje a Lima, ocurrió algo insólito.

Estando ante vientos favorables del noroeste una tarde, luego de almorzar, ocurrió que una verga se soltó violentamente y tras un giro provocado por la enérgica brisa, pegó el madero de lleno en la cabeza al pobre Pinzón, que cayó sin sentido. El golpe fue tan sonoro que lo dieron por muerto, pero luego de casi una hora, ante la sorpresa de todos, se levantó jubiloso, dando voces incomprensibles y agradeciendo a Dios por los favores recibidos. El hecho produjo algunas risas de quienes presenciaron lo que pasó, porque nadie agradece a Dios que le den palos.

Era que, inexplicablemente, el golpe sirvió al muchacho para que sus ojos le mostraran por primera vez la luz. Ofreció el chaval romerías y rosarios al regresar a Panamá y todos celebraron con él su dicha. Pero poco tiempo le duró tanta alegría, porque hallándose una noche contemplando la noche estrellada, acertó a salir Anaìs a cubierta.

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