domingo, 23 de noviembre de 2008

La Pintá, escena final

Mientras se acercaba al lugar percibió una canción dulce aunque algo triste, y comprendió de inmediato que Pinzón la había compuesto en su honor.

Alcanzó a percibir Pinzón mientras cantaba, aquella fragancia a canela de su primer encuentro y calló de pronto. Miró hacia todos lados, dio varias zancadas hacia donde creyó percibir el aroma y al encontrarse con ella de pronto, entrelazó sus manos con las de ella y la acercó hacia sí, emocionado.

- ¡Sirena! – Trémula la voz- ¡Cuánto te he esperado, niña! ¿Por qué me has dejado cantando mi canción, solo, como un loco, tantos días? ¿Al menos la escuchaste alguna noche allá, entre las olas?

Su mirada reclamaba duramente, con mayor acento aún que las palabras.

Anaìs contempló enternecida la ingenuidad del muchacho y luego de abrazarlo fugazmente, se lo llevó hacia un rincón, donde acalló sus reproches con besos apasionados y le entregó sin importarle las consecuencias, aquello que el negrero tan celosamente había protegido de cualquier varón y de sí mismo.


En su brío de corcel impetuoso; en el vigor de toro enamorado que empeñó al poseerla; en la sensible percepción de sus apetencias a la mínima inflexión corporal, al más escueto suspiro, halló Anaìs en Pinzón al complemento que nunca volvería a encontrar en su vida.
Ante el infinito número de los ojos del Dios de Pinzón, parpadeando taciturnos como siempre, poseyó el hombre por primera vez en su vida a una mujer, creyendo que amaba a una sirena. Sirena suya con sabor a canela y a sal.


Hasta que el horror de pensar en su amo despierto puso en pie a la esclava, de regreso al lugar del que partió, lamentándose el no haber dicho su nombre ni preguntado a su amante el suyo y temiendo que jamás podrían saberlo.

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Se encontraron a dos pasos de la puerta del camarote.

- ¿Dónde has estado, mujer? – Acento casual, siniestro el solapado matiz de fondo. – Asió furiosamente su cabello, como quien sujeta las plumas de un escobajo, rumbo al camarote.

Al entrar, lanzóse como un loco hacia ella y nomás tenerla junto a sí, presintió lo que había ocurrido. Madrugada aún.

Energúmeno, la tiró sobre la cama y luego de hacer jirones sus prendas hasta desnudarla totalmente, olfateóla como una bestia allí, allí donde no debía, y de rabia la poseyó hasta que el asco dijo basta.

Al amanecer, consciente de que su negocio tomó un giro inesperado, juróse al menos desquitar la cuenta con la causa de su desgracia, sin atreverse a tocar a la esclava, por no acabar de estropear su mercancía, pero jurándose mantener la cuenta pendiente.

Empezó por asesinar al capitán de una puñalada y a traición en cuanto se opuso a su designio de matar al infractor y luego de sobornar al navegante y a cuantos pudo, se convirtió en Mayoral de alta mar.

A la conmiseración de los marinos ante su camarada y la ira por la muerte del capitán, interpuso doblones de oro y hasta prometió esclavos, ofreciendo aún más a quien acusara al culpable de tener tratos con su esclava. La tripulación miraba al sujeto como al lunático en que se convirtió, indecisa, mientras esperaban inquietos el día de su llegada al puerto.

- ¡Mil escudos por la cabeza del bellaco que violó a la negra! ¡Están aquí, en esta bolsa!

Y la abrió, dejando brillar a la vista de todos los presentes las monedas de oro.

Las lenguas de la marinería acabaron por deslenguarse. Ataron de pies y manos a Pinzón, lo entregaron y exigieron la recompensa. El botín se repartió entre todos a partes iguales.

El negrero, consecuente con el hecho de que en tierra su venganza sería imposible, asesinó a Pinzón esa madrugada, aprisa, de un puñalazo y lo arrojó al mar sin contemplaciones. A la mañana siguiente invitó a toda la tripulación a embriagarse, no sin antes condimentar la bebida a su manera.

Luego se puso a contar la historia de Anaìs a toda esa gente, que formó un corro en torno suyo. Al finalizar, uno preguntó:

- ¿Y qué hay de la niña? ¿Aún podéis ir a recogella, no?
- ¡Grandísimo follón! ¿Es qué tan duro tienes acá el colodrillo, que no os hacéis cargo de quién está hablando aqueste hombre? –Respondió otro, agarrando por detrás la greñuda melena del primero-.

Fue entonces cuando empezó a surtir efecto el aderezo.



Alcibíades llegó a Lima con la novedad de que la peste negra había acabado con todos los marineros y que de milagro había salido él con vida. El dueño de la embarcación y la Autoridad del puerto recibieron reporte de la penosa fiebre que mató al capitán y a toda la tripulación, hecho que obligó a la nao a permanecer en cuarentena en un punto alejado del puerto, junto con el negrero y sus esclavos, que milagrosamente, -advirtieron las autoridades, dejando para luego mayores averiguaciones- se salvaron de la peste. Declaró, colérico al enterarse de su inevitable cautiverio, que en cuanto terminara la cuarentena, marcharía hacia Quito, a vender a sus esclavos.



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Uno de los negros de Alcibíades logró escapar una noche. Tuvo que nadar muy poco para llegar a la costa, y de allí pasó a varios poblados de pescadores. Al llegar al último, se enteró de una aldea de cimarrones que vivía en las estribaciones de ciertas montañas, que aunque lejanas, eran seguro refugio para los esclavos fugitivos. Le obsequiaron los indianos pescadores algo de comer, compadecidos al verlo gris y macilento por el terror y el hambre prolongada. Luego le ofrecieron un jarro de aguardiente y a modo de agradecimiento, relató algo alucinado por los efectos del alcohol, la historia de un hombre que se enamoró de una sirena y tuvo amores con ella; al punto cantó la triste melodía que compuso el marinero en su honor. Finalmente añadió de su parte que toda la tripulación se había trastornado al escuchar que la sirena repetía la canción de su novio, y aseguró que todos se lanzaron al mar, en un ataque de locura, a excepción de los esclavos, "porque estaban encerraos en la panza del navío". Pasó allí la noche el cimarrón, contando detalles de esta y otras historias hasta que la brisa marina enfrió el ambiente y la luz de la fogata empezó a languidecer.
Al alba, le despertaron los primeros rayos de un sol que atravesó la bruma para pegarle en la cara, luego de haber despejado de la cabeza el aguardiente de la noche anterior. Se despidió brevemente, con un gesto, de un par de mocetones que habían salido a espiarlo, antes de internarse en la manigua, en busca de libertad.

La leyenda llegó pronto a oídos de la gente de mar, igual que la canción, que aún cantan algunos marineros de Cartagena de Indias, Panamá y otros puertos de las costas de lo que un día se conoció como Tierra Firme. Cantan hasta caerse de borrachos, en alguna taberna cercana al puerto. Son los viejos. Son ellos recordando con nostalgia, por el tierno acento de la melodía, sus lejanos amores de juventud.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente hermano, que siga brotando tu inspiración a raudales para que continúes deleitándonos con este primoroso don que Dios te ha entregado.

Arty.